Capítulo VIII

En ese mismo año el rey de los suecos, Gus­tavo Adolfo, cae en la batalla de Lutzen. La paz amenaza arruinar el negocio de Ma­dre Coraje. El hijo temerario de Madre Co­raje realiza una hazaña más de la cuenta y halla un fin ignominioso.

La acción en el campamento. Una maña­na de verano. Delante de la carreta están una anciana y su hijo. El hijo lleva un gran saco lleno de ropa de cama.

La voz de Madre Coraje. (de dentro de la carreta) ¿Y eso lo necesitan a estas horas de la madrugada?

El Joven. Hemos andado veinte millas durante toda la noche, y tenemos que estar de vuelta hoy mismo.

Voz de Madre Coraje. ¿Y qué he de hacer yo con cojines y colchas? ¡Si la gente no tiene vivienda ya!...

Joven. ¡Espere y véalas primero!

La Anciana. Aquí tampoco hay caso. Ven.

Joven. ¡Para que nos embarguen la casa a causa de los impuestos! Quizá nos dé tres florines, si agregas el crucifijo. (Óyese el tañido de campanas). ¡Oye madre!

Voces. (De atrás). ¡Paz! ¡Cayó el rey de los suecos!

Madre Coraje. (Saca la cabeza de la carreta. Todavía no está peinada). ¿Qué clase de tañido es ése, a mitad de semana?

Capellán. (Sale de la carreta) ¿Qué están gritando?

Madre Coraje. No me diga que estalló la paz ahora que compré mercaderías nuevas.

Capellán. (Gritando hacia atrás). ¿Es verdad que hay paz?

Voces. Dicen que hace más de tres semanas. Sólo que nosotros no nos enteramos.

Capellán. (A la Coraje). Si no fuese así ¿por qué ha­brían de doblar las campanas?

Voz. A la ciudad llegó todo un escuadrón de luteranos con carretas y trajeron la nueva.

Joven. Hay paz, madre. ¿Qué tienes?

(La anciana se ha desplomado).

Madre Coraje. (Retirándose en la carreta). ¡Jesús, María y José! ¡Paz, Catalina! ¡Ponte el vestido negro! ¡Vamos a la iglesia! ¡Eso se lo debemos al Requesón! ¿Si será ver­dad?

Joven. La gente de por acá también lo dice. Han hecho las paces. ¿Puedes levantarte? (La anciana se levanta, como atolondrada). Ahora haré marchar de nuevo el taller. Te lo prometo. Todo se arreglará. Al padre le compraremos una cama nueva. ¿Puedes caminar? (Al Capellán). Le ha dado un desmayo. Es la noticia. Ya no creía que alguna vez pudiese haber paz. Pero el padre siempre lo decía. Nos vamos en seguida a casa.

(Vanse ambos).

Voz de Madre Coraje. ¡Dadle un aguardiente!

Capellán. ¡Ya se han ido!

Voz de Madre Coraje. ¿Qué pasa en el campamento ahí enfrente?

Capellán. Están agolpándose. Me voy para allá. ¿No me convendría ponerme mis hábitos religiosos?

Voz de Madre Coraje. Infórmese primero exactamente antes de darse a conocer como Anticristo. Estoy contenta de que haya paz, a pesar de estar arruinada. Por lo menos a dos de mis hijos los hice salir sanos y salvos de la guerra. Ahora volveré a ver a mi Eilif.

Capellán. ¡Mirad quién viene ahí por la calleja del campamento! ¡Que me maten, si no es el cocinero del Ma­riscal!

Cocinero. (Un poco venido a menos, llevando un lío). ¿Qué veo? ¡El Capellán!

Capellán. ¡Visitas, Coraje!

(Madre Coraje sale de la carreta y baja).

Cocinero. Se lo había prometido. Vengo, apenas tenga tiempo, para charlar un rato. Aún no me olvidé de su aguardiante, señora de Fierling.

Madre Coraje. ¡Jesús, el cocinero del Mariscal! ¡Después de tantos años! ¿Y dónde está mi hijo Eilif, mi hijo mayor?

Cocinero. ¿Todavía no ha llegado? Salió antes que yo y también venía para aquí.

Capellán. Esperad que me ponga mi hábito religioso.

(Desaparece detrás de la carreta).

Madre Coraje. Vendrá de un minuto a otro. (Grita a Catalina, que está dentro de la carreta). ¡Catalina, viene Eilif! ¡Trae una copa de aguardiente, Catalina, para el cocinero! (Catalina no aparece). ¡Cúbrelo con un mechón de cabello y listo! ¡El señor Lamb no es un desconocido! (Va ella misma a buscar el aguardiente). No quiere salir, la paz no le importa. Se hizo esperar demasiado. La gol­pearon en un ojo; apenas si se nota, pero ella cree que todo el mundo la está devorando con la mirada.

Cocinero. ¡Sí, sí, la guerra!

(Él y Madre Coraje se sien­tan).

Madre Coraje. Me encuentra usted en la desgracia, co­cinero. Estoy arruinada.

Cocinero. ¿Qué? ¡Vaya una mala suerte!

Madre Coraje. La paz me rompe la crisma. Compré mercaderías, por consejo del Capellán, y ahora se disper­sarán todos y yo me quedo con mis petates estancados.

Cocinero. ¿Cómo pudo haberle hecho caso al Capellán? Si en aquel entonces yo hubiese tenido tiempo y los católicos no se hubiesen aparecido tan de repente le habría advertido de no juntarse con ése. Es un gorrón. ¿De modo que ahora usted le hace caso a él?

Madre Coraje. Me ha estado lavando la vajilla y tirando del carro.

Cocinero. ¡Ese, y tirar! Le habrá estado contando al­gunos de sus chistes, tal como se los conozco. Tiene unas opiniones muy sucias acerca de la mujer; en vano traté de hacer valer mi influencia frente a él. Es un veleta.

Madre Coraje. ¿Acaso usted no lo es?

Cocinero. Seré cualquier cosa, pero veleta no soy. ¡Sa­lud!

Madre Coraje. Eso de no ser veleta no vale un comino. A Dios gracias, sólo tuve uno que no era veleta. Con nin­guno trabajé tanto como con ése. En la primavera vendía las frazadas de los chicos, y mi armónica le parecía poco cristiana. Me parece que no se recomienda usted muy bien al decir que no es veleta.

Cocinero. Sigue teniendo usted una boca a toda prueba; pero no por eso la estimo menos.

Madre Coraje. No vaya a contarme ahora que estuvo soñando con mi boca a toda prueba.

Cocinero. Sí, sí; henos aquí, mientras doblan las cam­panas de la paz y usted sabe escanciarlo. Eso ya es famoso.

Madre Coraje. Por el momento no me encantan las cam­panas de la paz. No veo cómo harán para pagarme las sol­dadas atrasadas, y si no las pagan ¿a dónde iré a parar con

mi aguardiente famoso? ¿Acaso ya os han pagado a vos­otros?

Cocinero. (Lentamente). No precisamente. Por eso nos dispersamos. En esas circunstancias me dije: ¿para qué quedarme? Entretanto voy visitando a los amigos. Y por eso heme aquí frente a usted.

Madre Coraje. Vale decir que usted no tiene nada.

Cocinero. ¡Podrían dejar de tocar esas campanas des­pués de todo! Me gustaría empezar algún comercio. Ya no tengo ganas de hacer de cocinero. Quieren que les haga un mejunje con raíces de árbol y cueros de zapatos, y encima me arrojan la sopa caliente a la cara. Hoy día ser cocinero es llevar una vida de perro. Prefiero hacer el servicio militar... Pero es claro: ahora estamos en época de paz. (Viendo al Capellán, que aparece con su hábito antiguo). Después seguiremos hablando del asunto.

Capellán. Todavía sirve. Sólo tenía algunas polillas.

Cocinero. No veo por qué se toma la molestia. Usted ya no encontrará colocación. ¿A quién tendrá que arengar ahora para ello? De por sí tengo que arreglar unas cuentas con usted, porque le estuvo aconsejando a esta señora que comprase mercaderías superfluas, haciéndole creer que la guerra duraría eternamente.

Capellán. (Acalorado). ¿Y a usted qué le puede im­portar eso?

Cocinero.¡Porque eso es inescrupuloso! ¿Cómo puede meterse usted en la dirección de negocios ajenos con con­sejos gratuitos?

Capellán. ¿Quién es el que se está metiendo? (A la Coraje). No sabía que usted era amiga tan íntima del señor y le debía rendición de cuentas.

Madre Coraje. No se acalore usted; el cocinero no dice más que su opinión privada, y usted no podrá negar que su guerra resultó ser un fiasco.

Capellán. No vaya a renegar de la paz, Coraje. Usted es una hiena del campo de batalla.

Madre Coraje. ¿Quién soy yo?

Cocinero. Si usted ofende a mi amiga le arreglaré las cuentas.

Capellán. No estoy hablando con usted. Sus intencio­nes son demasiado evidentes. (A la Coraje). Pero si la veo a usted aceptar la paz del mismo modo que se acepta un pañuelo viejo, lleno de mocos, así, con pulgar e índice, me indigno como ser humano que soy; porque entonces veo que usted no quiere la paz; en cambio, quiere la guerra, porque ésta le resulta beneficiosa. Pero no olvide el viejo re­frán: "¡El que quiera almorzar con el diablo debe tener cuchara larga!".

Madre Coraje. A mí no me gusta la guerra, ni yo le gusto a ella. De todos modos, no le tolero eso de hiena. No tengo nada más que ver con usted.

Capellán. ¿Por qué se queja entonces de la paz, cuan­do todo el mundo está respirando de alivio? ¿Todo por esos cachivaches que lleva en la carreta?

Madre Coraje. Mis mercancías no son cachivaches. Yo vivo de ellas, y usted, hasta ahora, hizo lo mismo.

Capellán. ¿Es decir de la guerra? ¡Muy bien!

Cocinero. (Al Capellán). Como hombre maduro, de­bió haberse dicho usted que no conviene dar consejos. (A la Coraje). Lo mejor que puede hacer en esta situación es vender lo más pronto ciertas mercaderías, antes que los precios bajen al infinito. ¡Vístase y vaya, y no pierda un solo minuto!

Madre Coraje. Es un consejo muy sensato. Me parece que lo voy a seguir.

Capellán. ¡Como que lo dice el Cocinero!

Madre Coraje. ¿Y por qué no lo dijo usted. Tiene ra­zón: lo mejor que puedo hacer es irme a la feria.

(Sube a la carreta).

Cocinero. Uno a cero, Capellán. Tiene poca presencia de ánimo usted. Debió haber dicho: ¿Que yo di un consejo? ¡Si yo sólo estuve politiqueando un poco! No le conviene ponerse a discutir conmigo. ¡Una riña de gallos tal no está de acuerdo con su hábito!

Capellán. O se calla en el acto o le asesino, no me importa si eso está o no de acuerdo.

Cocinero. (Desatándose las botas y quitándose los cal­cetines). Si usted no se hubiese convertido en el ruin ca­nalla inmoral que es, bien podría conseguirse un curato, en esta época de paz. Cocineros no harán falta, puesto que no hay nada para cocinar; pero la fe siempre existe, y en eso no hubo ningún cambio.

Capellán. Señor Lamb, le ruego no hacerme salir de aquí por la fuerza. Desde que estoy arruinado soy un hom­bre mejor. Ya no podría predicarle nada.

(Llega Ivette Pottier, vestida lujosamente de negro, con bastón. Parece mucho más vieja; está más gorda y muy empolvada. Le sigue un criado).

Ivette. ¡Ea, gente! ¿Es aquí donde está Madre Coraje?

Capellán. Así es. ¿Y con quién tenemos el gusto de...?

Ivette. La Coronela Starhemberg, buena gente. ¿Dónde está la Coraje?

Voz de Madre Coraje. ¡En seguida voy!

Ivette. ¡Soy la Ivette!

Voz de Madre Coraje. ¡Ay, la Ivette!

Ivette. Sólo vengo a ver cómo van las cosas. (Viendo que el cocinero ha dado vuelta, espantado). ¡Pieter!

Cocinero. ¡Ivette!

Ivette. ¡Que no se diga! ¿Qué haces por aquí?

Cocinero. ¡Voy con la carreta!

Capellán. Ah, parece que os conocéis. ¿Íntimos?

Ivette. Ya lo creo. (Contemplándole). Gordo.

Cocinero. Tú tampoco eres de las más delgadas.

Ivette. De todos modos me alegro de encontrarte, bribón. Al menos podré decirte lo que pienso de ti.

Capellán. Dígalo con pelos y señales; pero espere a que salga la Coraje.

Madre Coraje. (Sale con toda clase de mercaderías). ¡Ivette! (Se abrazan). Mas, ¿por qué estás de luto?

Ivette. ¿No me sienta bien? Mi marido, el Coronel, mu­rió hace un par de años.

Madre Coraje. ¿Aquel viejo que por poco me hubiera comprado mi carreta?

Ivette. No, su hermano mayor.

Madre Coraje. No te va mal, pues. Al menos una que en esta guerra llegó a algo.

Ivette. Cuesta arriba y cuesta abajo marchó el asunto, y finalmente quedé arriba.

Madre Coraje. No hablemos mal de los coroneles; apa­lean el dinero que da gusto.

Capellán. (Al cocinero). En su lugar me calzaría otra vez los zapatos. (A Ivette). Usted prometió decir lo que pensaba acerca del señor, señora Coronela.

Cocinero. Ivette, no me armes camorra.

Madre Coraje. Es uno de mis amigos, Ivette.

Ivette. Es Pieter el de la pipa.

Cocinero. ¡Déjate de apodos! Me llamo Lamb.

Madre Coraje. (Ríe). ¡Pieter de la pipa! ¡Aquel que volvía locas a las hembras! ¡Oiga! ¡Su pipa se la tengo guardada!

Capellán. Y también fumó en ella.

Ivette. ¡Qué suerte que pueda prevenirla contra ese! Es el peor de todos los que anduvieron por la costa fla­menca. Por cada dedo de su mano hay una a la cual hundió en la desgracia.

Cocinero. De eso hace mucho. Hace rato que ya no es así.

Ivette. ¡Ponte de pie cuando te da conversación una dama! ¡Cómo amé a este hombre! Y pensar que él tenía, al mismo tiempo, a una negra bajita de piernas torcidas, a la cual también hundió en la miseria, naturalmente.

Cocinero. De todos modos, a ti debo haberte hundido en la prosperidad, a lo que parece.

Ivette. ¡Cierra el pico, pobre ruina! Pero tenga cuidado con él. Los hombres como ése son peligrosos, aun cuando están en decadencia.

Madre Coraje. (A Ivette). Ven conmigo, quiero vender mis cosas antes que bajen los precios. (Grita en dirección de la carreta a Catalina). No habrá iglesia, Catalina, y en cambio me iré a la feria. Si viene el Eilif, le das de beber algo.

(Vase con Ivette).

Ivette. (Al irse). ¡Pensar que algo como ese hombre haya podido apartarme de la senda recta! Sólo mi buena estrella es causa de que, no obstante, me haya encumbrado. Con todo, creo que es un gran mérito haberte parado el carro por ahora ¡Pieter de la pipa!

Capellán. Quisiera elegir como lema de nuestra con­versación el dicho "A cada puerco le llega su San Martín". ¡Y usted, nada menos, es el que menosprecia mi ingenio!

Cocinero. Lo que pasa es que no tengo suerte. Le diré la verdad: tenía esperanzas de conseguir almuerzo calien­te. Estoy muerto de hambre, y ahora esas mujeres estarán hablando sobre mí, y ella se formará una idea completa­mente falsa de lo que soy. Me parece que lo mejor es irme antes que vuelva.

Capellán. A mí también me parece.

Cocinero. Le aseguro, Capellán, que ya estoy hasta la coronilla de la paz. La humanidad debe pasar por sangre y fuego, porque es pecaminosa desde su más tierna infancia. ¡Ojalá pudiese hornearle otra vez algún capón al Mariscal; ¡quién sabe dónde demonios andará ahora!, con salsa de mostaza y zanahorias!

Capellán. Con repollo colorado. Con el capón se sirve repollo colorado.

Cocinero. Es verdad; pero a él le gustaban las zana­horias.

Capellán. Es que él no entendía de estas cosas.

Cocinero. Sin embargo, usted no se hastiaba de hincar el diente en aquel entonces.

Capellán. A pesar mío.

Cocinero. ¡Sea como fuere, tendrá que reconocer que aquellos eran tiempos!

Capellán. Tal vez lo reconocería.

Cocinero. Después que la llamó hiena, también aquí se acabaron los buenos tiempos para usted! ¿Por qué abre ta­maños ojos?

Capellán. ¡El Eilif! (Viene Eilif, conducido por sol­dados armados con piquetas. Tiene las manos atadas. Está pálido como la cera) ¿Qué diablos te ha pasado?

Eilif. ¿Dónde está mi madre?

Capellán. Fue a la ciudad.

Eilif. Supe que estaba por aquí. Me dieron permiso para verla por última vez.

Cocinero. (A los soldados). ¿A dónde le conducís, pues?

Soldado. A nada bueno.

Capellán. ¿Qué ha hecho?

Soldado. Asaltó la casa de un campesino. Mató a la mujer.

Capellán. ¿Cómo pudiste hacer eso?

Eilif. Sólo hice lo que he hecho no sé cuantas veces.

Cocinero. Pero lo hiciste en época de paz.

Eilif. Cierra el pico. ¿Puedo sentarme hasta que venga?

Soldado. No tenemos tiempo.

Capellán. Durante la guerra lo honraron por ello y estaba sentado a la diestra del Mariscal. ¡Entonces era audacia! ¿No podría hablarse con el preboste?

Soldado. No tiene sentido. Robarle el ganado a un la­briego, ¿qué clase de audacia es ésa?

Cocinero. Fue una necedad.

Eilif. Si hubiese sido necio me habría muerto de ham­bre, sé juicioso.

Cocinero. Y como fuiste sagaz, ahora te sacan la cabeza.

Capellán. Al menos tendríamos que llamar a Cata­lina.

Eilif. Déjala. Dame más bien un sorbo de aguardiente.

Soldado. No hay tiempo para eso.

Capellán. ¿Y qué recado nos dejas para tu madre?

Eilif. Dile que no fue otra cosa; dile que fue lo mismo. Mejor no le digas nada.

(Los soldados le hacen marchar a empujones).

Capellán. Te acompaño en este penoso camino.

Eilif. No necesito curas.

Capellán. Espera que aún no lo sabes.

(Le sigue).

Cocinero. (Grita tras ellos). ¡Se lo tendré que decir! ¡Ella querrá verle!

Capellán. Mejor será que no le diga nada. En todo caso, que él estuvo aquí y que quizá vuelva mañana. En­tretanto, regreso yo y la podré enterar.

(Vase precipitada­mente. El Cocinero le sigue con la mirada y sacude la ca­beza. Luego se pasea agitado. Finalmente se acerca a la carreta).

Cocinero. ¡Ea! ¿No quiere salir usted? Comprendo que se haya ocultado ante la paz. Yo también quisiera hacerlo. Soy el cocinero del Mariscal, ¿no se acuerda de mí? Me pregunto si usted no tendría un poquillo de comida hasta que vuelva su madre. Tengo unas ganas de tragar una lonja de tocino, y también pan, aunque no sea más que

para matar el aburrimiento. (Mira dentro de la carreta). Se ha tapado la cabeza con la colcha.

(En el fondo retumban los cañones).

Madre Coraje. (Viene corriendo, jadeante y cargada aún con sus mercancías). ¡La paz ya se terminó, Cocinero! Dentro de tres días tendremos guerra nueva. Cuando me enteré aún no había vendido mis cosas. ¡Gracias a Dios! En la ciudad se están tiroteando con los luteranos. Tenemos que partir en seguida con la carreta. ¡A preparar los fardos, Catalina! ¿Por qué está tan turbado? ¿Que pasó?

Cocinero. Nada.

Madre Coraje. Sí, algo pasa. Se lo noto en la cara.

Cocinero. Posiblemente sea porque tengamos guerra otra vez. Ahora tendré que esperar hasta mañana a la noche para poder llenar el buche con algo caliente.

Madre Coraje. Está mintiendo, Cocinero.

Cocinero. Estuvo el Eilif. Pero tuvo que irse en seguida.

Madre Coraje. ¿De modo que estuvo? Entonces lo en­contraremos durante la marcha. Ahora me iré con los nues­tros. ¿Qué tal está?

Cocinero. Como siempre.

Madre Coraje. Ese no cambia nunca. La guerra no me lo pudo quitar. Es sagaz. ¿Me ayuda a atar los fardos? (Co­mienza a hacerlo). ¿Contó algo? ¿Siempre está de buenas migas con el Mariscal? ¿Os relató alguna de sus hazañas?

Cocinero. (Lúgubremente). Según dijo, repitió una de las que había hecho.

Madre Coraje. Cuéntemelo después; ahora debemos ir­nos. (Aparece Catalina). Catalina, la paz ya se acabó. Se­guimos marchando. (Al Cocinero). Y usted ¿qué va a hacer?

Cocinero. Voy a engancharme.

Madre Coraje. Le propongo... ¿Dónde está el Capellán?

Cocinero. Fue con Eilif a la ciudad.

Madre Coraje. Entonces acompáñeme usted un poco, Lamb. Necesito ayuda.

Cocinero. El asunto con Ivette...

Madre Coraje. No le ha rebajado a usted a mis ojos. Al contrario. Dicen que donde hay humo, hay fuego. ¿Vie­ne, pues, con nosotros?

Cocinero. No le digo que no.

Madre Coraje. El Doce ya se ha puesto en marcha. Vaya a tirar del pértigo. Aquí tiene un trozo de pan. Te­nemos que dar la vuelta por detrás, para unirnos con los luteranos. Quizá encontremos al Eilif esta misma noche. De todos es el que más quiero. Una breve paz fue y ya esta­mos en marcha otra vez.

(Canta, mientras el Cocinero y Catalina se uncen a la carreta):

¡De Ulm a Metz, de Metz a Flandes!

¡Madre Coraje siempre está!

La guerra ha de alimentarme,

siempre que plomo y pólvora hay.

Pólvora y plomo no la sacian,

también la gente ha de vivir.

En el ejército os enganchan!

¡Venid aún hoy! ¡O va a morir!